Sonríen, sonríen a la muerte, y le dan la bienvenida con un banquete.
Dentro de poco demonios alados vendrán a buscarlos para transportar su sombra, o hálito, a recorrer un viaje de ida y vuelta al otro mundo.
Desde lejos parecen dos estatuas de bronce, pesadas, eternas. Su presencia es rotunda y punzantemente atávica.
Su extraña mueca afilada en la comisura de los labios te atrapa, como una hipnosis. No puedes dejar de mirarla. Es una invitación, pero también un gesto inaprensible. Una incógnita. Incluso un aviso. Los ojos almendrados y abiertos no saben si miran hacia el futuro con calma o perplejos. Congelado en el tiempo queda la expresión de los pasantes, en el instante mismo de habitar el umbral entre la vida y la muerte.
Él la rodea con el brazo convirtiéndose en una cueva para su espalda, pero ella avanza con sus brazos en el espacio, como una invitación. Una invitación a que la acompañes en su viaje.
Si esa vitrina no estuviera entre nosotras, las cogería delicadamente, sus cuatrocientas piezas sus cuatrocientos golpes, apoyando el reverso de mi palma en el cuenco que hace con su mano izquierda y rodeando delicadamente los dedos de la derecha con los míos, como cuando dos personas se despiden con especial afecto, y se cogen ambas manos apretadas cerca del pecho.
Lo que más me conmueve, sin embargo, es pensar que podría emocionarme y solo con una lágrima destruir por completo un profundo enigma atrapado en un material descabelladamente frágil, siempre al borde de la desaparición. Casi como un aviso en metalenguaje, la naturaleza efímera y perecedera de la terracota no hace más que subrayar la del cuerpo propio.
Estamos acostumbrados a admirar la rotundidad casi infranqueable de la historia, vigilada por la pesadez de sus materiales. Gestos - secretos – materializados en golpes de mármol, cobre, hierro, piedra, como si con el mármol pudiéramos luchar contra la mortalidad. Hay una cierta seguridad en ver la rotundidad del Coliseo imperturbable a guerras, invasiones, dictadores; a la contaminación, al tráfico, a las selfies….
Sin embargo, Roma escrito también en su reverso tiene otras formas de invitarnos al más allá. El rastro de una civilización que buscaba el arte frágil frágil como forma para conquistar el infinito. El secreto etrusco es conmover no con la inmortalidad - del mármol romano - sino con la belleza efímera - de la terracota -. Te regala una enseñanza: míralo todo siempre como si fuera la última vez. Igual mañana se desintegra. Su cuerpo de polvo compacto, así como el mío, existe siempre al borde de la desaparición. Cómo habrá sobrevivido todos estos años, aun rota en 400 pedazos, se me escapa y me sobrecoge Quizás la fragilidad no es tan débil. Y la generosidad y humildad de sus autores al esculpir con semejante perfección algo prácticamente abocado a su desaparición conmueve más allá de las palabras.
Toco la vitrina en el lugar donde está su mano. Siento el contacto. El tiempo está detenido. Un hombre se acerca a mi desde el fondo del pasillo y me dice:
- No debes temer a la muerte.
- ¿Scusi? – contesto saliendo de mi estado absorto -
- Es lo que ella te está diciendo. No debes temer a la muerte. Mañana volverás a empezar.
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